CAPITULO 1
EL INICIO DEL PROGRAMA ESPACIAL
"Nunca se va tan lejos como cuando no se sabe hacia dónde se camina".
-Maximilien de Robespierre (1758-1794).
Cabalgando entre el final de un siglo y el inicio de otro, caemos en la cuenta, y no sin cierta sorpresa, de que la Astronáutica se ha convertido ya en un ente maduro, centenario; milenario incluso, si estimamos como precursores los intentos chinos de usar la cohetería con fines militares.
COMO EMPEZO TODO
Cuando repasamos la cronología de los
acontecimientos que nos han llevado hasta la Luna y más allá, es fácil constatar
con cuánta energía ha deseado el Hombre surcar el Cosmos. La Tierra es nuestro
hogar y nuestro planeta, pero parece que existe algo ahí fuera que ha atraído
desde siempre a los seres humanos.
Quizá se trata de nuestro deseo de no
sentirnos solos y únicos en el Universo. O quizá es el convencimiento de que
nuestra civilización no alcanzará un estadio superior hasta que abandonemos la
cuna terrestre. Aunque aquí hemos nacido y crecido, hay que empezar a andar y
salir de ella para desarrollarnos definitivamente como especie.
La idea del viaje espacial, que
entraña la conexión cósmica entre la Humanidad y el Universo, es tan antigua
como la literatura. Quizá sea por eso que los orígenes de la tecnología que nos
ha permitido elevarnos en el aire y acelerar hasta alcanzar el espacio se
remontan casi a los albores de la ciencia.
Los primeros experimentos documentados
sobre el fenómeno de acción y reacción, por ejemplo, se efectuaron en el siglo
IV antes de Cristo. Y si bien es lógico admitir que la paloma de madera de
Archytas de Tarentum (428-347 a.C.), que era obligada a girar suspendida de una
cuerda gracias al aire caliente que dejaba escapar, está a años luz de los
motores que impulsaron al cohete Saturn-V hacia la Luna, también lo será
conceder que la Humanidad ha tenido con ello profundos cimientos sobre los que
edificar su maquinaria espacial.
No son los únicos casos de
clarividencia tecnológica. La inspiración y el conocimiento primordiales, que a
menudo pueden evaporarse ante los avatares históricos y sociales, suelen
continuar apareciendo hasta que llega el instante adecuado. Todo es cuestión de
paciencia, y a veces de mucha suerte.
Veamos algunos ejemplos más que
ilustran pasajes fundamentales sin los cuales el camino hacia el espacio no
habría sido igual:
-160 d.C.: Luciano de Samósata escribe la "Vera Historia", una ficción
que incluye los ingredientes esenciales del viaje a la Luna.
-850: Los chinos empiezan a usar la pólvora negra para fabricar fuegos
artificiales que emplearán en sus celebraciones.
-1232: Las fuerzas chinas repelen a los mongoles mediante "flechas de
fuego", el cohete de pólvora, predecesor del misil militar.
-1687: Newton enumera las Leyes del Movimiento. La tercera describe con
gran brillantez el principio del cohete.
-1804: El británico Congreve desarrolla la técnica militar de los cohetes
de pólvora y su uso a gran escala.
-1865: Verne, en su "De la Tierra a la Luna", madura el concepto de
ficción científica en relación a los viajes espaciales.
A finales del siglo XIX, la astronáutica era ya una ciencia en ciernes.
Aunque improbables a corto plazo, los viajes al espacio no podían ser
considerados como algo imposible. En efecto, existía un firme y palpable
candidato para la empresa: el cohete.
Descartados extraños dispositivos
anti-gravedad, fuerzas centrífugas y muchos otros conceptos no menos
imaginativos, el cohete ofrecía una capacidad única: además de potente, era
capaz de transportar todo lo necesario para alcanzar el Cosmos, obviando la
utilización de energía procedente del exterior una vez iniciado su viaje.
Pero una cosa es llegar a la
conclusión de que el cohete podrá ser algún día dimensionado hasta permitir a un
hombre volar en él y otra muy distinta desarrollar la tecnología y los
principios matemáticos necesarios para ello.
Son numerosos los pioneros teóricos
que emprendieron la tarea de definir cómo sería posible todo esto, y muchos los
lugares en los que maduró esta ciencia. Robert Esnault-Pelterie, en Francia,
Robert Goddard en los EE.UU., Hermann Oberth en Alemania, Konstantin Tsiolkovsky
en la Rusia de los zares y después en la U.R.S.S., e incluso otros en Austria y
Gran Bretaña, trabajando a menudo sin el conocimiento de las actividades de los
demás, lograron definir correctamente la teoría de los cohetes, y pasar de ella
a la práctica en numerosas ocasiones.
Efectivamente, los años Veinte y
Treinta quedarían marcados por el desarrollo de los primeros y primitivos
motores, tanto de combustible líquido como sólido. En la U.R.S.S., en los EE.UU.
y en Alemania, empezaron a alzarse los primeros ejemplares de una larga estirpe
de máquinas volantes.
El esfuerzo individual, no obstante,
tiene siempre un límite, y de este modo empezaron a surgir asociaciones y grupos
como la American Rocket Society o la VfR alemana. Compuestas por verdaderos
entusiastas del vuelo espacial, estas agrupaciones proporcionaban el caldo de
cultivo adecuado para la manifestación del genio, un clima propicio para la
preparación de los ingenieros que dominarían la industria aeroespacial de las
siguientes décadas.
No sería sencillo progresar hacia
adelante. Por ejemplo, en busca de la financiación necesaria que permitiese
superar la barrera de la teoría para poder pasar a la práctica, los apasionados
componentes de la VfR alemana se vieron obligados a buscar apoyo en el entonces
Gobierno nazi. Los años transcurrieron, y el resultado más obvio de esta
fructífera aunque tardía relación fue el famoso A-4, el primer cohete que
merecería con creces este calificativo y que más tarde sería conocido con el
ominoso nombre de V-2 (Arma de la Venganza-2).
La V-2 fue el producto de grandes
ingenieros, pero también la esperanza de hombres que pensaban viajar algún día
al espacio. El más carismático de entre todos ellos fue seguramente Wernher von
Braun, un joven doctorado que, al frente de un competente equipo de técnicos,
lograría desarrollar los conceptos técnicos fundamentales en los que se basaría
la astronáutica que nos llevó a la Luna.
La V-2 llegó tarde para salvar a
Hitler de la derrota, pero su producción a gran escala, su gran capacidad -podía
transportar a 300 kilómetros de distancia una tonelada de explosivos-, así como
sus probados componentes, la hicieron pieza codiciada por los enemigos de
Alemania.
Fueron las tropas americanas las que
tuvieron acceso a esta tecnología en primer lugar. El 2 de mayo de 1945, von
Braun y otras 525 personas, que habían decidido entregarse a los estadounidenses
antes que a los soviéticos, se rendían llevando consigo diverso y abundante
material técnico, archivos, y piezas suficientes como para montar al menos 100
misiles. El grupo, que fue trasladado a los Estados Unidos en el marco de la
Operación "Paperclip", sería puesto a trabajar en la mejora y el lanzamiento de
las V-2 capturadas.
Cuando las tropas soviéticas llegaron
a Peenemünde, la legendaria base de partida de las V-2, sólo pudieron hacerse
con los restos de algunas de ellas y con la colaboración de varias decenas de
técnicos alemanes de segunda categoría. Llevados a la U.R.S.S., trabajarían
durante años intentando mejorar el diseño de este misil y transmitirían sus
conocimientos sobre la materia.
El lento y escaso avance producido en
el desarrollo de misiles equivalentes a la V-2 durante el final de la Guerra,
tanto en los Estados Unidos como en la Unión Soviética, recibió así un
definitivo impulso. Lejos de empezar desde cero, la experiencia alemana sería
usada para mejorar un sistema ya totalmente operativo, el cual, con el paso del
tiempo, se convertiría en la piedra filosofal que encendería la llama de la
exploración espacial. Con la voluntad política y el apoyo económico necesarios,
la cohetería podría efectuar un gran salto cualitativo y demostrar unas
capacidades aún insospechadas.
En América, Goddard observó
maravillado como un puñado de alemanes fascistas habían llegado en poco tiempo a
las mismas conclusiones que a él tanto le habían costado. Habiendo trabajado
durante muchos años y casi en secreto, sus múltiples patentes de poco habían
servido: el enemigo había construido un misil que funcionaba y que en algunos
casos superaba con creces a sus propias obras. Examinando los restos de V-2
capturadas, Goddard debió pensar por un momento lo que hubiera ocurrido si, en
vez de trabajar casi en solitario toda su vida, hubiera respondido positivamente
a las propuestas de colaboración de otros grupos de investigación
norteamericanos. La unión, dicen, hace la fuerza, y habría podido entregar a los
Estados Unidos lo que a Alemania, en otras circunstancias más favorables,
hubiera podido suponerle la victoria en la Guerra.
Pero la contienda había finalizado ya
y los germanos habían preferido poner a disposición de los estadounidenses todo
su inmenso saber. Cuando los ingenieros del victorioso país aprendieron todo lo
que éstos podían enseñarles, llegó el momento de decidir qué hacer con ellos:
aceptarlos o devolverlos a su patria, en el sector occidental de la dividida
Alemania.
A diferencia de los soviéticos, los
americanos prefirieron mantener en sus filas a la verdadera materia gris de la
cohetería alemana. Muchos de aquellos científicos obtuvieron la nacionalidad
ante la seguridad de que sus ambiciones profesionales sólo podrían llegar a
verse satisfechas allí. El grupo de von Braun, por ejemplo, trabajaría para el
Ejército (U.S. Army) durante varios años, produciendo los primeros misiles de
corto alcance del Departamento de Defensa (D.O.D.), como los Hermes, Redstone y
más adelante Jupiter. Algunos tuvieron incluso tiempo de continuar pensando en
el Cosmos y en los métodos que les permitirían viajar hacia las estrellas.
Para los que habían decidido
entregarse a las tropas soviéticas, las cosas no fueron tan bien. El régimen de
Stalin había desencadenado verdaderas purgas en el seno del cuerpo científico
antes de la Segunda Guerra Mundial. Algunos de los más preclaros genios y
tecnólogos de la incipiente cosmonáutica soviética fueron condenados,
encarcelados en campos de concentración e incluso ejecutados. Ante este
panorama, los avanzados trabajos en cohetería de grupos como el GIRD quedarían
prácticamente paralizados, hasta que los gobernantes del país decidieron que los
misiles podían contribuir a su expansión militar. Así pues, los alemanes que
pasaron la frontera soviética tendrían una vida muy distinta de la de sus
compatriotas en América. A pesar de las promesas, trabajaron en grupos
prácticamente incomunicados y en recintos inapropiados. Muy pronto tendrían la
impresión de estar siendo exprimidos hasta la última gota, desarrollando mejoras
de la V-2 y transfiriendo todos sus conocimientos a los ingenieros nacionales.
Cuando creyeron que no tenían nada más que aportar, los dejaron volver a la
Alemania Oriental, siempre vigilados y con escasas perspectivas profesionales de
futuro.
Utilizando su propia experiencia y la
obtenida del botín de guerra, americanos y soviéticos perfeccionaron día a día
sus pequeños cohetes. En cada intento, nuevos récords de altitud, velocidad y
carga útil transportada fueron sistemáticamente superados. Las implicaciones
militares y científicas de esta situación eran enormes. De esta época, finales
de los años Cuarenta, datan los cohetes sonda Aerobee, Viking, V2V y otros
muchos que pondrían las bases de la moderna ciencia astronáutica.
Sin embargo, a pesar de la relativa
celeridad con la que se avanzaba en el desarrollo de la técnica aeroespacial,
estos pequeños cohetes sonda no eran todavía suficientemente potentes como para
poder colocar un satélite en órbita, el secreto deseo de algunos de aquellos
hombres. La velocidad necesaria para conseguir orbitar un cuerpo alrededor de la
Tierra estaba aún muy alejada de las posibilidades reales de estos incipientes
precursores, pensados únicamente para estudios en la alta atmósfera.
Mientras, al finalizar la Gran Guerra, el fraccionamiento de la faz mundial en dos bloques, diferenciados de forma clara y con una gran oposición ideológica, había creado una especie de psicosis infernal donde las superpotencias harían lo posible por sobrepasar la supuesta superioridad militar del contrario. Aquella paranoia desembocaría en una carrera de armamentos sin precedentes que sólo ahora parece haber menguado.
¿Qué arma, entre todas las demás, era
la más codiciada? La Segunda Guerra Mundial tuvo su colofón en la apoteosis de
las primeras bombas atómicas americanas. Durante la primera mitad de los años
Cincuenta, el arma más poderosa y letal era, por tanto, el átomo. Con ella ya en
el arsenal de ambos países, se planteaba un problema logístico de gran
envergadura: ¿cómo transportar este armamento y atacar con él al enemigo? Los
bombarderos no ofrecían un radio de acción adecuado y resultaban en cierta
manera vulnerables.
Durante los últimos meses de la
Segunda Guerra Mundial, cientos de bombas volantes alemanas, las V-1, y otros
tantos misiles V-2, cayeron sobre Gran Bretaña y Francia, ocasionando graves
destrozos y un destacable daño a la vida civil. El diseño de estos misiles,
aunque aún rudimentario, había sido absolutamente revolucionario. Transportaban
cargas explosivas importantes, y sólo su primitivo guiado les había impedido
alcanzar mejores objetivos. Ahora, en cambio, la tecnología había evolucionado y
las dificultades podían ser allanadas. El misil se perfiló entonces como un buen
candidato para sustituir a los aviones. Sin duda, un buen motivo para justificar
la continuación de su desarrollo.
Las circunstancias de la utilización
de misiles para transportar bombas atómicas eran bien distintas a un lado y otro
del océano. Los Estados Unidos, con aliados en Europa, tenían a Moscú dentro del
radio de acción de sus bombarderos, los cuales podían despegar desde posiciones
avanzadas. Del mismo modo, sólo precisaban misiles de corto o medio alcance para
alcanzar la tierra del enemigo. La U.R.S.S., por su parte, tenía miles de
kilómetros entre su ejército y el rival capitalista. Por eso, Stalin, informado
de las posibilidades de los cohetes, ordenó rápidamente el desarrollo de misiles
capaces de saltar de un continente a otro transportando ojivas nucleares (abril
de 1947). Su gran velocidad y la trayectoria balística que seguirían impedirían
la rápida reacción del enemigo y garantizarían la victoria.
Acababa de nacer el I.C.B.M. (Misil
Balístico Intercontinental).
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